Festival de Teatro Venezolano: fin de fiesta en la Galería de Arte Nacional
Por
Oscar Acosta
El pasado 31 de agosto, de las 3 a las 8 p.m., se realizó una intensa jornada teatral en la plaza de La Juventud, adyacente a la Galería de Arte Nacional, en Caracas. El evento, que contó con una asistencia oscilante entre 120 y 400 espectadores, fungió como cierre del octavo Festival Venezolano de Teatro en su primera etapa regional. Se dispusieron tres espacios de representación: el primero en la plaza, bajo unos grandes toldos con una pequeña tarima; el segundo, acondicionado dentro y frente a la entrada principal del citado museo y; el tercero en un pasillo de la misma Galería. Los tres sitios contaron con una apretada presentación de espectáculos para público de todas las edades: títeres, mimos, cuentacuentos, teatro, atracciones circenses, teatro lambe lambe… Quien esto escribe dedicó su atención a cinco espectáculos, de los 14 y algo más que se mostraron en la fiesta.
El primero fue el de la agrupación Ciccrea, dirigida por José Gregorio Franquiz, que combinó la música con la narración oral en unos relatos excelentemente seleccionados, los cuales mantuvieron en todo momento la atención del público. Los cuentos procedían de la tradición oral de los pueblos pemón y wayuu. Destacó el manejo profesional de Franquiz quien, con una vocalización muy cuidada, supo mantener los tonos, el volumen y la cadencia adecuados que exige esta modalidad escénica, complementada con un acertado acompañamiento musical a cargo de Alis Rodríguez en el teclado y de Nelson Rojas, quien ejecutó variados instrumentos menores de percusión y viento.
A continuación, se presentó la Casa del Arcoiris, una agrupación con más de 30 años de experiencia en la escena callejera y comunitaria, que teatralizó varias fábulas clásicas como La liebre y la tortuga y Los hijos del labrador de Esopo; La zorra y las uvas de Jean de La Fontaine, y El león agradecido de Androcles, entre otras. La función resultó muy amena, un pan comido para un trío de intérpretes con larga trayectoria en el teatro de espacios abiertos: Gabriela Mari, Luis López y Janeth Colmenárez. Buen ejemplo de un teatro de recursos modestos, potenciado por la adaptación didáctica de textos muy conocidos y una clara intención moralizadora para todo público. A pesar de la sencillez argumental, cabe destacar las dificultades de la puesta en escena, con sus continuos cambios de vestuario, el uso de máscaras y las numerosas entradas y salidas de los actores.
Un problema notable en las dos presentaciones anteriores fue la pésima calidad del sonido contratado y el descuido constante del operador. Inexcusable esta falla de los organizadores, que son gente de experiencia y saben lo que significa un tropiezo del sonido para la fluidez de una función.
Para estirar las piernas, me dirigí a uno de los pasillos de la GAN, donde estaba alineada otra atracción, y disfruté de los títeres lambe lambe, una variedad artística originaria de Brasil que se ha popularizado en la capital venezolana con la creación del Movimiento Lambe Lambe Venezuela. Se trata de una función minimalista de teatro de títeres. Digo minimalista en el sentido más pleno de la palabra: una pequeña caja con un audífono incorporado; a través de un orificio, se puede observar y escuchar un espectáculo (de 2 a 4 minutos de duración). En total, fueron unos 18 minutos (6 cajas) de exquisitez sensorial de lo más variada: desde un astronauta gravitando sobre quién sabe qué cuerpo celeste, hasta un afrodescendiente recitando un poema, sin olvidar el cuento de El rey mocho, de Carmen Berenguer. Es una bellísima modalidad dramática que condensa, al igual que cualquier teatro a gran escala, las siete artes mayores y una larga lista de oficios artesanales.
Luego volví al toldo exterior. En el camino, me detuve unos minutos en el trayecto para observar la función de trabajo acrobático en las telas aéreas que desde hace muchos años practica el Nuevo Circo Karakare, que ni tan nuevo es, por los tantos años que llevan ejercitando esta esforzada disciplina.
Entré en la carpa de nuevo justo al comenzar la función del Mimo Luis, Luis Alejandro Santana, a quien he visto varias veces animando actividades o actos culturales en las comunidades; tuve el placer esta vez de observarlo en una función completa de variedades pantomímicas. Buena técnica la de Luis, tanto como bueno es su enganche con el público que se animó a participar en el jolgorio de gestos.
Para cerrar la jornada, llegó la performance del elenco juvenil de la Compañía Nacional de Teatro. Soy medio tarugo (o peor: lo soy completo) y, salvo por algunas excepciones, este tipo de espectáculos no los entiendo del todo; no les capto el significado más allá de lo básico. Puede que la penumbra, lo apretado del espacio y el desorden del momento acentuaran mi falta de entendimiento.
Bajaron del escenario más de una veintena de actores y actrices y empezaron, en un caos de gestos y movimientos, a representar lo que parecían vivencias de dolor y tortura. Intenté encontrarle el hilo a lo visto, tratando de armar una secuencia entre un movimiento y otro de los actores que se repartieron entre el público, buscándole una lógica… pero no conseguí más que entender -valga repetirlo- que el grupo expresaba un estado de angustia, dolor e incluso agonía. Inmediatamente supuse que querían transmitir las consecuencias de la guerra. Al final, cuando el elenco volvió al escenario, una voz en el micrófono hizo un llamado a la paz. Respiré aliviado: por lo menos entendí el tema de lo dramatizado.
Hago un par de reflexiones finales, a propósito de la reseña de esta última pieza, aún admitiendo mis limitaciones para entender cabalmente su significado. Lo primero es que semejante cierre resultó impertinente para una jornada en la que predominó la alegría, el relax y la delicadeza estética. Mirando el conjunto, francamente no se entiende este final de fiesta ni el criterio de quienes lo decidieron, menos aún porque fue precedido de un cuidadoso y esmerado repertorio de espectáculos de un tenor totalmente opuesto. Creo que culminar la programación de ese modo fue un grave error; no me refiero a los actores, que hicieron un alarde de técnica corporal destacable que impresionó al público, sino a quienes tomaron la decisión de presentar el espectáculo ante ese público, buena parte del cual era infantil. Conclusión del punto: pusieron la torta al final.
Una segunda observación se refiere a la propia puesta en escena. ¿Acaso tiene sentido abordar de manera abstracta en un escenario venezolano, justo en estos días, la necesidad de la paz? Escribo esto a las 5:21 p.m. de este martes 2 de septiembre. Hace apenas 40 minutos me entero por un telemensaje que Donald Trump informó el ataque a una embarcación venezolana que, según él, transportaba droga a los Estados Unidos. Una patraña, sin duda. El método es conocido: en Irak el pretexto fueron las armas de destrucción masiva; en Afganistán, el terrorismo; ahora, con Venezuela, es el narcotráfico. No me extenderé sobre la campaña de intoxicación mediática de las transnacionales informativas, pues desde hace semanas es un hecho evidente. Este episodio luctuoso de hoy -aún no esclarecido- es un montaje anunciado, parte de una amenaza creciente contra nuestra soberanía nacional. El mayor peligro para la paz en Venezuela, el riesgo de guerra más inminente es la agresión imperialista. ¿Y la Compañía Nacional de Teatro aborda el tema de la paz con una abstracción performativa? ¡Por favor! Es hora de la defensa nacional y de la denuncia a la saña imperial. ¿A qué se debe el temor de nombrar claramente a quienes amenazan con quebrantar la paz en nuestras tierras? Debe quedar claro que no apoyo la guerra; sino que crítico es la negativa a identificar y denunciar con claridad a los responsables y los motivos que la originan.
Cabe una última pregunta. En el cada vez menos hipotético caso de una invasión imperial, ¿tendremos que ver una performance llamando a la paz en Venezuela con los marines de espectadores?
Me permito responder con lo expresado ayer por el presidente Maduro: “Si Venezuela fuera agredida pasaríamos inmediatamente al período de lucha armada en defensa del territorio nacional y de la historia y del pueblo de Venezuela”.
Excelente reseña y formidable crítica y reflexión teatral. Hace falta muchas lecturas como estas, sin una visión complaciente ni conducida por la frustración, para sacudir la consciencia y devolver al teatro su carácter protestatario y, a la vez, esperanzador.
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