Un punto de vista
El arte de
estar solo en escena:
Monólogos,
soliloquios y unipersonales venezolanos
por Carlos Rojas
criticarojas@gmail.com
Especial para Miradas al Escenario
Juan E. Viloria en Bandolero
y Malasangre /Foto cortesía: Atilio
Saavedra
El monólogo es, por esencia, una de las expresiones
más complejas y enriquecedoras del teatro. En este formato, el intérprete asume
el reto de sostener un personaje en soledad, lo que demanda una gran precisión
técnica y una profunda entrega emocional.
A diferencia de las obras donde existe interacción con otros actores, el monólogo coloca todo el peso en la voz y el cuerpo de un único histrión: cada palabra, gesto o silencio se transforma en un elemento determinante para la construcción de sentido. La disciplina que exige es total, ya que cualquier movimiento, matiz de voz o transición representa una oportunidad para ahondar en la psicología del personaje y atrapar al público.
Para el intérprete, no se trata únicamente de
memorizar un texto extenso, sino de mantener la coherencia interna del papel y
establecer una relación directa y palpable con el público. Cada acción en
escena debe tener un propósito claro, capaz de mover la narración hacia
adelante o develar aspectos esenciales de la identidad del personaje.
En los últimos años, el monólogo se ha convertido en
un recurso recurrente para histriones que buscan mantenerse activos en el medio
artístico, especialmente frente a la crisis de la televisión y el estancamiento
de otros espacios de producción. El cierre de canales o la disminución de las
telenovelas empujó a muchos intérpretes a refugiarse en el teatro,
particularmente en monólogos y espectáculos unipersonales.
Sin embargo, esta tendencia derivó en numerosas
propuestas ligeras o vacías, centradas más en el atractivo de la figura del
actor o en la repetición de chistes fáciles que en un verdadero trabajo de
creación. En tales casos, el monólogo se convierte en un producto de consumo
rápido, más cercano a la estrategia de mercadeo que a la experiencia artística.
Los monólogos, los soliloquios y los unipersonales comparten
la idea de una sola voz en escena, pero no son lo mismo. El monólogo es un
discurso extenso de un personaje que habla hacia otros o hacia el público, como
los monólogos de Segismundo en La vida es
sueño de Calderón de la Barca, donde el personaje reflexiona, pero en
diálogo indirecto con su entorno.
El soliloquio, en cambio, es una forma más íntima y
subjetiva: el personaje habla consigo mismo, revela su pensamiento interior y
no espera respuesta, como hace Hamlet en el famoso “ser o no ser” de William Shakespeare.
El unipersonal es una estructura teatral autónoma en
la que un solo intérprete sostiene toda la obra, a veces dando vida a múltiples
personajes o voces. A diferencia del monólogo o el soliloquio, que funcionan
como recursos dramatúrgicos dentro de una pieza mayor, el unipersonal
constituye un formato escénico más completo.
En Venezuela existen ejemplos bien puntales de
unipersonales como Bandolero y Malasangre
de Gustavo Ott, La Mujer Engorilada
de Gilberto Agüero Gómez o Yo no soy
Lupita de Pablo García Gámez muestran cómo este género puede abordar temas
que van desde la memoria histórica y la cultura hasta las inquietudes más
íntimas y existenciales.
Aun así, persisten dramaturgos y creadores que defienden el monólogo como un espacio de exploración profunda. Para ellos, no es sólo es entretenimiento, sino un medio potente para indagar en temas vitales y construir relatos con densidad emocional y social.
Una escritura feroz de Gustavo Ott
Juan E. Viloria en Bandolero
& Malasangre /Foto
cortesía: Atilio Saavedra
Es un monólogo que condensa lo mejor del teatro de Gustavo Ott (Caracas; 1963). Un texto cruel, incómodo y al mismo tiempo cómplice con el público. Su contundencia no proviene sólo del contenido político y social, sino también de la manera en que el autor arma un artefacto teatral híbrido, en el que lo cómico, lo dramático y lo trágico se superponen sin pedir permiso.
El monólogo no se limita a narrar; sino que acontece en escena. El intérprete debe cargar con la obra entera, sostener el tiempo y la tensión dramática, encarnando un personaje múltiple que se mueve entre el sarcasmo, la risa amarga y la confesión desgarradora.
Ott escribe un texto que es casi un campo minado para el actor, una bomba de tiempo. No basta con memorizar ni con transmitir emoción: se requiere desdoblamiento, capacidad de girar en segundos del tono ligero de la comedia al peso trágico del drama.
El personaje que habla no es sólo un individuo, sino un símbolo colectivo. En él confluyen las contradicciones de un país latinoamericano que arrastra culpas históricas, frustraciones políticas y heridas sociales. Por eso, la organicidad interpretativa es esencial: el humor debe nacer de la entraña, no de la caricatura, y el llanto debe emerger con la misma naturalidad con que se lanza un chiste.
Una de las virtudes del texto es la manera en que la risa se convierte en la antesala del dolor. Ott entiende que en América Latina lo grotesco y lo trágico van de la mano: la corrupción, la violencia, la desigualdad o el fracaso político se enmascaran con ironía, con ocurrencias, con sarcasmo popular.
En ese sentido, Bandolero y Malasangre, es un espejo fiel del ser latinoamericano: reír para no llorar, llorar porque no basta la risa. El personaje es una voz fracturada que oscila entre el deseo de denunciar y la imposibilidad de cambiar, entre la indignación y la resignación.
La obra es también una radiografía de un país (y, por extensión, de varios países del continente latinoamericano) que no logra reconciliarse con su historia. Ott construye un discurso que parece íntimo, casi confesional, pero que en realidad es profundamente político y social.
El personaje encarna esa contradicción: habla de lo que “hemos hecho” y de lo que “hemos dejado de hacer”, poniendo en evidencia la deuda pendiente entre el pueblo y su destino. En su voz resuenan la desilusión, la rabia, la ironía, pero también la memoria de un fracaso colectivo.
Aunque el humor recorre toda la obra, el fondo es inequívocamente trágico. El personaje revela la incapacidad de un país de transformarse, atrapado en un círculo de errores repetidos. Lo que comienza como juego verbal y comedia termina en una sensación de catarsis amarga: se ríe el público, sí, pero al final queda un vacío, una herida expuesta. La tragedia no es la muerte del héroe, sino la condena a la repetición, el estancamiento histórico, la imposibilidad de salir del mismo callejón.
Bandolero y Malasangre confirma a Gustavo Ott como uno de los dramaturgos venezolanos que mejor ha sabido dialogar con la identidad latinoamericana contemporánea. La obra no sólo cuenta una historia, sino que expone un conflicto cultural: cómo un pueblo vive atrapado entre la comedia cotidiana y la tragedia de su historia.
Es un texto exigente, que demanda un intérprete con la valentía de exponerse y la elasticidad de transitar entre extremos. Es, al mismo tiempo, una celebración de la vitalidad del teatro como espacio crítico y un recordatorio de que, entre risas y lágrimas, seguimos intentando comprender quiénes somos y hacia dónde vamos.
La Mujer Engorilada
Escritura con profundidad de Gilberto Agüero Gómez
Frank Silva en La Mujer Engorilada /Foto cortesía: Bahareque Teatro
Un ejemplo contundente de cómo el monólogo trasciende la mera distracción teatral es La Mujer Engorilada, del dramaturgo larense Gilberto Agüero Gómez (Barquisimeto; 1940 – 2019). Es un unipersonal que oscila entre la comedia amarga y la radiografía social.
La pieza no se limita a mostrar un retrato anecdótico: en su centro late la historia de Princesa, una mujer atrapada en sus contradicciones, que canaliza frustraciones íntimas y colectivas a través de un alter ego feroz y desbordado.
Lo que podría ser una anécdota doméstica —una mujer abandonada por su amante — se convierte, en manos de Agüero Gómez, en un retrato incisivo de la psicología femenina y de las tensiones sociales que atraviesan la vida contemporánea.
La dramaturgia agüeriana se sostiene en un lenguaje sin artificios, directo y al mismo tiempo poético, que hurga en las verdades posibles y en la esencia de lo humano.
La protagonista se enfrenta a la traición y a la soledad, mientras la enfermedad acecha como telón de fondo. El humor negro se mezcla con el dolor, revelando que la verdad es siempre escurridiza, y que la memoria íntima —construida a partir de contestadoras telefónicas, rutinas y recuerdos— se fragmenta bajo el peso del abandono.
La potencia de la obra reside en esa dualidad: lo íntimo y lo político se entrelazan, obligando al espectador a confrontar realidades incómodas. Agüero Gómez denuncia la invisibilidad y la falta de reconocimiento que marcan a muchas mujeres, y a la vez expone cómo el poder, el género y la rutina producen procesos de deshumanización. El resultado es una dramaturgia que, con humor y crudeza, plantea una reflexión crítica sobre la identidad, el empoderamiento y la resistencia frente a las estructuras sociales que buscan encasillar o someter.
El texto exige de la actriz una versatilidad radical: moverse con precisión entre lo cómico y lo trágico, sin caer en clichés, desplegando un abanico emocional que haga justicia a la contradicción del personaje. Allí radica la fuerza del monólogo: su capacidad para desnudar la fragilidad humana, pero también su potencia.
En definitiva, La Mujer Engorilada no es mero entretenimiento, sino un ejercicio de resistencia y cuestionamiento. La escritura de Gilberto Agüero Gómez —vivaz, crítica y profundamente humana— confirma que el monólogo, trabajado con rigor y compromiso, sigue siendo una de las herramientas más incisivas del teatro. Lo que se ofrece al público no es una historia cerrada, sino un espejo crítico que provoca, conmueve y transforma.
Yo no soy Lupita
Una escritura densa de Pablo
García Gámez
Caridad del Valle en Yo no soy Lupita /Imagen cortesía: Gustavo Mirabile
El texto dramático de Pablo García Gámez (Caracas; 1960), arranca con una puesta en abismo melodramática: música de Vicente Emilio Sojo, proyección de imágenes, créditos como si se tratara de una telenovela, un locutor que anuncia “otra gran producción Lagrivisión”.
La
obra no empieza en clave realista, sino parodiando el aparato televisivo del
melodrama latinoamericano, con su exageración, su pompa y su artificio.
Desde el inicio, Coromoto irrumpe en escena huyendo de un tal Manolo, como si se tratara de un capítulo arrancado de telenovela: persecución, violencia, súplica. Sin embargo, esa tensión dramática se resquebraja de inmediato cuando descubre que no está en la calle, sino dentro de una vitrina. El “peligro” se evapora y lo que queda es un extrañamiento escénico: no habita la realidad, sino un espacio ambiguo, liminal, donde la vidriera/museo funciona como metáfora de su subjetividad.
Ese inicio despliega
tres ejes esenciales: la mezcla entre lo real y lo melodramático, donde vida y
ficción se confunden; el culto a la imagen (pantalla, objetos, maniquíes,
vidriera); y la tensión identitaria entre el yo y el doble, que estalla en la
frase: “Yo soy ella, yo soy Lupita”.
El desenlace es
demoledor por su ironía. Tras girar toda la obra alrededor de la obsesión de
Coromoto con su “gemela” Lupita —estrella de telenovelas, ídolo kitsch, objeto
de adoración—, una voz institucional decreta en off: “Yo no soy Lupita. Esta ha sido otra gran producción Lagrivisión.”
El grito de
diferenciación no le pertenece a la protagonista, sino al aparato televisivo.
Lo que parecía afirmación de identidad se convierte en eslogan publicitario. La
subjetividad individual queda absorbida por la maquinaria del melodrama, y la
obra se apaga en un blackout de
sarcasmo.
Coromoto vive atrapada
en un espejo roto: idéntica a Lupita, pero no lo es; la imita y la niega a la
vez. Ese vaivén expone una crisis identitaria profundamente latinoamericana,
marcada por el simulacro y el deseo de ser “otro”. Su exclamación: “¡Soy Lupita! ¡Madre, no pudiste!” oscila
entre conjuro, desahogo y autoafirmación fallida.
El universo de la
telenovela —con sus divas, sus canciones, sus objetos de consumo— aparece en
escena como parodia y como homenaje. García Gámez convierte el kitsch popular
venezolano (empanadas, frascos de crema, música de Sojo, estética de
Lagrivisión) en un dispositivo crítico. No hay burla ligera: hay una parodia
con filo, que evidencia cómo la cultura de masas fabrica subjetividades.
El discurso de
Coromoto transita entre la confesión íntima y el desborde melodramático. Su
oralidad está teñida de giros hiperbólicos, comparaciones sensoriales, frases
altisonantes que revelan cómo el lenguaje de la telenovela coloniza la vida
cotidiana. El yo se cuenta y se reescribe a sí mismo con la lógica del culebrón
venezolano.
La vitrina no es una decoración neutra: es un símbolo de exhibición permanente. Coromoto vive expuesta, como los objetos de Lupita que colecciona. Su intimidad se convierte en un museo ajeno, en un escaparate. La metáfora es brutal: el yo reducido a mercancía, la vida transformada en espectáculo.
El montaje empieza con
la simulación televisiva y termina con su clausura. Un círculo implacable:
entre ambos extremos, Coromoto despliega su subjetividad fracturada, pero al
final es devuelta a su lugar de producto. No hay salida, sólo repetición.
Yo no soy Lupita se alza como una
tragedia posmoderna disfrazada de melodrama popular. La protagonista ansía
diferenciarse, ser única, pero su voz está siempre mediada por el brillo de la
pantalla. La negación de su identidad es pronunciada por la misma maquinaria
que la devora.
En última instancia,
la obra desnuda cómo en América Latina la identidad individual queda atrapada
en la fascinación del espectáculo, en el doble imposible de la telenovela.
Coromoto es, al mismo tiempo, víctima y cómplice de ese dispositivo cultural. Y
el público, entre risas y desasosiego, termina viéndose en ese espejo
deformado.
Como conclusión, puede afirmarse que dentro de la
diversa dramaturgia venezolana el monólogo sigue siendo un recurso vital para
explorar la condición humana y los conflictos sociales. No se limita a
entretener ni a provocar una risa fácil: su verdadero alcance está en
interpelar al espectador, cuestionar la rutina, la política y las estructuras
de poder, y abrir desde la escena espacios de reflexión. Así de claro: ni más
ni menos.
CR (@mipuntocritico)
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