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14.9.25

Uslar y Orsini versus la inteligencia artificial: Homenaje a Lolimar Suárez Ayala

 Uslar y Orsini versus la inteligencia artificial:
Homenaje a Lolimar Suárez Ayala


      

 Alexis Blanco

El 28 de abril de 2020, el notable dramaturgo y novelista venezolano, Eduardo Casanova Sucre, publicó un artículo, Los últimos días de Arturo Uslar Pietri, el cual releí durante la mañana de este domingo, 14 de septiembre de 2025, publicado en Meta por algún avezado fan de quien recordamos como un muy buen amigo y admirador del trabajo de Enrique León y la Sociedad Dramática de Maracaibo. Un tipazo.

Con Eduardo Casanova compartimos funciones teatrales y gratísimas conversaciones, sobre todo durante aquella memorable tarde caraqueña, cuando, junto con Luis Morales Bance y su orquesta Solistas de Venezuela, inauguráramos la sede de esa institución musical, en el entrañable lar de La Pastora. Hicimos una función espléndida de El médico a palos, de Molière, teniendo como espectador de primera fila (en nuestras narices, dado el montaje minimalista, en el patio del hermoso caserón), al entonces Presidente de la República, Luis Herrera Campins, de verdad un adicto a los bombones Toronto, de la Savoy. Eduardo era muy íntimo de los Uslar-Braun y en algún momento de la exquisita velada, luego de la función, él nos contaría sobre el gran amor por el teatro del coinventor del término “Realismo Maravilloso”. Nos confidenció lo que después leíamos en su citado artículo óbito: “Cuando yo tenía treinta años, en el “lobby” del Hotel Terminus, en Copenhague, poco antes de almorzar, le oí decir que “la vida es un gran teatro, y el público no perdona al mal actor”…Esa cita la tomo de ese texto donde también Casanova refiere: “Su último poema (2001) demuestra cómo se sentía en sus últimos días, como dije, ya viudo, sin su hijo mayor, rodeado de soledad” […] Dios: tengo necesidad de hablarte, de gritar tu viejo nombre remoto, y de decirte las torpes palabras del hijo al padre, que todos han dicho, para pedir amparo y misericordia, ante la fría sombra que se avecina, ante la soledad y el miedo, ante la adivinada noche de la nada. Como si encendiera una lámpara para que el viento la apagara”.

Fue en este punto cuando pensé en el detalle precioso de la insondable trayectoria del autor de Las Lanzas Coloradas como militante teatral: en 1992, se convirtió en el primer venezolano a quien el Instituto Internacional del Teatro (ITI-Unesco) le concedió el importantísimo honor y privilegio de redactar el Mensaje Mundial, en lo cual lo emularía, en 1995, el también eximio maestro, Humberto Orsini.

Por mera prudencia informativa consultamos esa relación documental y he aquí que la Inteligencia Artificial, hablo de Gemini Google, carece de alma como para enfocar lo que, en aquel 1992, escribió para el orbe nuestro inmenso Arturo Uslar Pietri. Resulta importante referir que el ITI también convocó al extraordinario maestro argentino, Jorge Lavelli, para que compartiera con Uslar Pietri su propio mensaje. Es decir, hubo dos ese año. En la imagen anexa podrán leerle. Mientras tanto, nuestro Amigo Invisible estableció que el Teatro refleja esa lucha:

La vida versus la muerte.

“El teatro es la forma de vida del hombre, su otra forma de ser y de realización, de mirarse a sí mismo y de plantear continuamente sus conflictos. Este es su inmenso valor y su papel irremplazable. Una simple mirada al mundo de los antiguos griegos basta para comprender lo que el teatro —lo que ellos llamaban teatro, y que nada tiene que ver con lo que hoy llamamos con el mismo nombre— significó en sus vidas. Ese teatro no solo ofrecía la posibilidad y los conflictos. También constituía otra forma de realización continua, con una difusa diferenciación entre lo que formaba parte del teatro y lo que formaba parte de la vida.

Los grandes momentos del teatro han sido precisamente aquellos en los que ha parecido convertirse en realidad y en vida misma. No debemos olvidar que el teatro, que desapareció en Occidente con la desaparición del mundo antiguo, renace mágicamente como parte del culto religioso. Incluso la Misa es nada menos que una forma de drama litúrgico. Esto es lo que nos permite hoy, en circunstancias particulares, revivir el Prometeo de Esquilo, el Hamlet de Shakespeare o La vida es sueño de Calderón.

Hace muchos años tuve la extraordinaria experiencia de ver una representación de La Paz de Aristófanes, transformada en parte de la vida y del presente en manos de la Comédie Française. Aquellos eran los días en que las nubes de tormenta que anunciaban la Segunda Guerra Mundial se cernían en el horizonte, cuando el fascismo blandía su puño de hierro, cuando la humanidad vivía una eternidad de horror. Mediante uno de esos milagros, que solo el teatro puede producir, las viejas palabras y la antigua escena se metamorfosearon en vida misma. Las palabras de los actores eran las que pronunciaba la conciencia de todos los que estuvimos presentes en esa hora inolvidable. Esta es la singular grandeza del teatro, su don incomparable, que ha logrado sobrevivir en toda su esencia, a pesar de las deformaciones y bajezas que un mundo demasiado frívolo le ha impuesto. En cada rincón del mundo, en cada instante en que un ser auténtico se enfrenta a la vida, se puede sentir cómo se levanta el telón”.

Una mirada tan lúcida y, cero coincidencia, tan ajustada a esta cadena de miseria prebélica en la que nos sumerge el neofascismo.

Tres años más tarde, Humberto Orsini, director, autor y pedagogo venezolano, establecería una alucinante sintonía con este tiempo histórico que nos confronta por igual a zurdos y a derechos. Leamos lo que fue su aullido universal:

“Cuando los hombres crearon a los dioses y comenzaron a dialogar con ellos germinaron así la más remota noción del teatro.

Más tarde emprendieron los hombres la búsqueda de la felicidad espiritual y recurrieron al teatro para ir al encuentro del germen de la vida, y allí surgió la lucha entre la ficción y la realidad, entre el ser y el no ser, entre la verdad y la mentira, entre el vivir y el representar, entre la claridad y las tinieblas, y en esa lucha paradojal encontraron que detrás de la mentira estaba la verdad, que detrás de la muerte estaba la vida, que detrás de la ficción estaba la realidad y que finalmente detrás de ese espejo cóncavo y aparentemente distorsionador que es el teatro estaba la imagen nítida del hombre.

Ese maravilloso acto de amor y de pasión que es el teatro ha tenido la afortunada virtud de descubrir a través del hombre de la aldea al hombre universal, de revelarnos los torniquetes del ser que están ocultos bajo la máscara de la mentira, ha develado la imagen cruel y despiadada de los poderosos y la pasividad no siempre resignada de los oprimidos, y ha historizado, finalmente, los acontecimientos más significativos de que el hombre haya sido protagonista.

Los hombres inventaron las utopías en su afán de construir mundos distintos a los conocidos y le dieron rienda suelta a los sueños, pero a veces “los sueños, sueños son” y al despertar de ellos encontraron que las cortinas de la imaginación habían bajado y frente a ellos encontraron un mundo real lleno de bondades, pero al mismo tiempo encontraron al hombre atrapado en una red de terribles y dolorosas realidades.

Solamente las obras que lograron interpretar su tiempo y lo esencial del hombre del momento, las que se metieron en el epicentro de las tempestades sociales, esas fueron las que superaron las barreras del tiempo, de las ideologías y de los pensamientos y llegaron hasta nosotros.

Ésas viven aún cada noche en los escenarios mundiales. En cambio, las que se quedaron en la periferia, las que jugaron al malabarismo intelectual, esas se diluyeron en el tiempo o reposan en los anaqueles de las bibliotecas.

Hoy el teatro parece haberse alejado de la posibilidad de interpretar nuestro tiempo y las tormentas sociales y humanas que padecemos, tanto locales como universales. Era claro que el teatro no hace las revoluciones, pero ayuda a los hombres a comprenderlas y animarlas.

En este 27 de marzo de 1995, Día Internacional del Teatro, me permito convocar a los hombres de teatro del mundo para que le devolvamos al teatro su maravilloso poder de divertir, de conmover nuestros corazones, de despertar nuestra conciencia frente a las terribles desigualdades en que vivimos los hombres de este planeta, de detener la ira de los guerreros conquistadores de pedazos de patrias ajenas, de transportarnos aunque sea por unas horas a ese mundo aún desconocido que reposa en el fondo de nuestro ser y de descubrir cada día nuevos lenguajes teatrales que permitan un más efectivo diálogo del hombre con el hombre”.

Desde mi apasionada posesión de una piel impregnada de posverdad, me declaro en alerta contra los hilos viciados de la IA y ofrezco esta enorgullecida mirada mundial de mis maestros, tan bien sintonizados con respecto a una idea global antibelicista, ergo, antiimperialista…Este testimonio lo escribo en homenaje a mi admirada compañera Lolimar Suárez Ayala, autora de Los cuatro de Copenhague, obra ganadora del Premio Nacional Apacuana.

¡Salud! 



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