Un punto de vista
Carlos
Canales: Yo, el Supremo
por Carlos Rojas*
Especial para Miradas al Escenario
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Carlos Canales. Foto: Archivo Personal del Escritor © 2025 |
En el
texto dramático que se reseña aquí, Yo, el Supremo, del dramaturgo
puertorriqueño Carlos Canales (Río
Piedras, 1955), el autor toma prestado sólo el título de la célebre novela
homónima de 1974, escrita por el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917–2005),
centrada en la figura del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia. En la pieza,
Canales trasciende a otro plano con la historia de sus dos personajes y se
convierte en una aguda reflexión filosófica y satírica sobre el poder, la
identidad, la repetición, el conocimiento, la autoafirmación, la autoridad y la
supremacía.
A
través de la interacción de los protagonistas: Ludovico y Catalina,
el escritor disecciona las estructuras del poder, la obsesión con el saber y la
ironía de la figura suprema. Gracias a la mezcla de referencias literarias,
musicales y filosóficas, la dramaturgia de Canales construye una paradoja en la
que el poder se revela tanto vacío como fundamental para los personajes.
Desde el primer momento, Ludovico
se presenta como un ser obsesionado con su propia superioridad. Su repetición
constante de la frase como:
“Yo Soy El Supremo”.
Establece
un tono de autoproclamación que no solo subraya su ego, sino que también
refleja un profundo deseo de control sobre su realidad y sobre cómo los demás
lo perciben y obre su compañera, Catalina.
A lo
largo del diálogo, su identidad se configura en torno a la idea de ser el
centro del universo, la fuente de todo poder, el único que puede moldear su
destino y la historia misma. La insistencia de Ludovico en afirmar su
supremacía se convierte en un mecanismo de defensa ante cualquier amenaza o
cuestionamiento. Al decir:
“Yo, el
Supremo, lo repito, Yo, el Supremo, aquí, Yo, el Supremo, y en la China, Yo, el
Supremo”.
La
repetición refleja no solo la seguridad de su identidad, sino la vacuidad de
una afirmación que, por ser reiterada, pierde su sentido original. La
sobreabundancia de su proclamación de poder demuestra que, en realidad, se
enfrenta a la necesidad de ser reconocido constantemente, como si la simple
afirmación no fuera suficiente.
En contraste con la figura de
Ludovico, está Catalina que funciona
como una presencia más racional y reflexiva. En sus intervenciones, ella no
solo se limita a confirmar o desafiar las afirmaciones de este, sino que, en su
mayoría, plantea preguntas profundas sobre el ser y el saber.
La
primera intervención de Catalina cuando dice:
“Los ojos se hicieron para mirar”.
Señala
que la visión o el conocimiento de Ludovico está limitado a lo que está
dispuesto a observar. Catalina, al ser una figura más mesurada, pone en duda el
sentido de la supremacía de Ludovico, sugiriendo que su entendimiento está
condicionado por un exceso de afirmaciones vacías.
En
varias ocasiones, Catalina también parece contradecir las ideas absolutas de
Ludovico, proporcionando una perspectiva filosófica que cuestiona su poder. En
frases como:
“Sin el ser tú no serías” y “El que no sabe no es”
Apuntan
a la necesidad de que el poder no solo se construya sobre el conocimiento, sino
también sobre la existencia auténtica y la reflexión interna. Uno de los temas
más destacados de la obra, es la relación entre el poder y el conocimiento. Ludovico, a través de su
autodenominación como:
"Enciclopédico".
Se ve a
sí mismo como el portador del saber absoluto. El saber, en su concepción, es
una herramienta de dominio y emancipación:
“Porque de saber se trata” y “Yo soy el que soy”.
Aquí,
el conocimiento se presenta como una forma de existencia y supremacía. Pero, al
mismo tiempo, su autoproclamación de:
“Yo soy el enciclopédico”
Es una
ironía en sí misma. El conocimiento, aunque profundo y vasto, se convierte en
una carga cuando se utiliza de manera superficial.
Catalina,
por su parte, recuerda que el conocimiento solo tiene valor cuando se sabe
aplicar y no se convierte en una construcción hueca. Ella menciona que el
conocimiento viene de fuentes ricas como la biblioteca de Alejandría, una de las mayores colecciones de saber
humano, pero su referencia puede también sugerir que, al igual que esa
biblioteca, el conocimiento puede ser inabarcable y abrumador.
A pesar
de ello, Ludovico se presenta
como alguien que no solo posee ese conocimiento, sino que lo ve como su derecho
divino y su principal atributo para su autoafirmación constante.
En su búsqueda de poder, Ludovico recurre continuamente a la
afirmación de su grandeza, pero además se enfrenta a la sombra de una decidida
inseguridad que se refleja en el miedo. Catalina,
en sus intervenciones, cuando menciona:
“Las ventanas están cerradas, no se abren ni por
dinero, todas las puertas trancadas hay con la llave del miedo”.
Lo que
muestra cómo Ludovico se ve atrapado en su propio poder. Aunque se declara
supremo, está rodeado por el miedo y la claustrofobia. El miedo, más que un
simple sentimiento de inseguridad, se convierte en la llave de su propio
confinamiento. Esta figura de poder, entonces, está acompañada de una
vulnerabilidad inherente: la necesidad de control absoluto está siempre
amenazada por el temor a perderlo todo.
La obra
de igual forma se permite un toque de humor cuando Ludovico canta:
“Pa Supremo yo, yo te lo digo yo”.
Es una frase absurda que, en lugar de reforzar su poder, lo ridiculiza. Este acto de escarnio es esencial en la obra, ya que despoja de seriedad las grandilocuentes afirmaciones de Ludovico, mostrando que su poder es tan superficial como el estribillo de una canción.
A través de la dramaturgia de "Yo,
el Supremo", Canales no solo nos presenta una reflexión sobre
el poder, el conocimiento y la identidad en una pareja que bien retrata la
sociedad actual, sino que también nos invita a cuestionar la naturaleza misma
de esas afirmaciones supremas.
Ludovico,
aunque aparentemente inquebrantable en su postura de ser el “supremo”,
se enfrenta a la farsa de su propia repetición. Catalina, como voz de la razón
y de la reflexión, contrasta con su figura al resaltar la necesidad de
autocomprensión, sabiduría y una visión más matizada del poder.
La obra
es una exploración profunda del ego, del control y del vacío que puede resultar
de la obsesión con la supremacía blanca norteamericana. En lugar de ser una
obra de afirmación, “Yo, el Supremo" es una
sátira filosófica y existencial que nos recuerda que, en el fin, los ciclos de
poder y las luchas por el dominio pueden ser tan vacíos como el eco de sus
propias declaraciones.
Este análisis resulta especialmente relevante, si se vincula a las
figuras políticas contemporáneas, como el actual presidente de los Estados Unidos,
Trump, cuyo estilo de liderazgo
ha sido marcado por una profunda distorsión de la realidad, el desprecio
sistemático a la crítica y la construcción de una narrativa errada propia a
través de los medios.
La obra Yo, el Supremo de Carlos Canales ofrece una crítica incisiva
al culto, a la personalidad y a la arrogancia de los líderes autoritarios,
desenmascarando las dinámicas del poder absoluto sostenido por el miedo, la
manipulación y la negación de la verdad.
La sombra arbitraria de Ludovico en la obra puede verse como
un reflejo simbólico —y perturbador— de la personalidad del mismo Trump: ambos
encarnan un poder fatuo, repetitivo, sostenido no por la razón o la justicia,
sino por la imposición del miedo y la manipulación mediática de los medios y
redes sociales. Al igual que Ludovico, Trump se autoproclamaba infalible,
erigiéndose como salvador mientras polarizaba a la sociedad con su discurso manido
de supremacía blanca “divide y vencerás”.
En ese sentido, Yo, el Supremo no solo funciona
como una crítica histórica, sino como una advertencia vigente: cuando el poder
se convierte en un simple espectáculo de entretenimiento, la democracia corre
el riesgo de tambalease entre egos heridos, aplausos manipulados y promesas desinfladas.
En conclusión, la obra de Canales no solo anticipa este tipo de comportamientos autoritarios, sino que los desnuda en su esencia más peligrosa: el uso del poder como distracción, la verdad convertida en instrumento de propaganda y la negación de cualquier disidencia como forma de control arbitrario.
Este
regreso constante refleja una visión nihilista y cínica de la existencia, en la
que, a pesar de los esfuerzos por imponer orden y control, todo se reduce a una
repetición frívola. Como sugiere el autor, en estos
líderes el poder no busca servir, sino perpetuarse.
Hacer que el poder “funcione de
nuevo”, cueste lo que cueste, incluso si eso implica distorsionar la verdad,
dividir a la sociedad y alimentar el miedo. Una de las particularidades más
notables de la obra, es su tratamiento del absurdo y la repetición.
En el diálogo final, en el que ambos personajes cantan:
“Esta tragedia se acabó, se acabó, se acabó, pero
mañana volveremos a la misma hora a joder”.
Una frase que, más que un cierre,
funciona como una advertencia: el ciclo del autoritarismo no termina cuando cae
el telón. Se recicla, se reinventa, se repite... a menudo con nuevos rostros,
pero siempre con diferentes artimañas.
La obra de Canales, no solo retrata a
un déspota entronándose en el poder; sino que plasma un peligro latente que
sigue infiltrándose en las democracias del mundo actual.
CR(@miPuntoCritico)
*Carlos Rojas. Crítico e Investigador teatral venezolano en tránsito por Bogotá
(Colombia).
Nota: Las referencias de
diálogos que aquí se utilizan fueron extraídos de la obra Yo, el Supremo de Carlos
Canales, escrito en marzo del año 2025 en Norwich; CT – EEUU.
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