Decirlo todo
Por Patricia
Jiménez
Manuela Sáenz,
la heroína latinoamericana nacida en Quito, el amor de Simón Bolívar, murió en
Paita, faltando menos de un mes para cumplir 59 años. Allí se refugió por casi
dos décadas tras una cadena de tristes sucesos que se iniciaron en 1830 con la
muerte del Libertador, su posterior exilio en Jamaica, y el repudio de los
gobernantes de Colombia y de Ecuador, quienes le negaron su retorno en 1835.
El dramaturgo
venezolano Vinicio Romero Martínez compuso, en una pieza teatral deliciosamente
articulada, los cuadros, estampas, vivencias y modales de aquella Manuelita,
para permitirnos entrar a su casa, compartir su soledad, su pasión, su fuerza,
su pensamiento y sus recuerdos. Ella nos habla mientras dialoga consigo misma y
con sus presencias. Está parada en un día cualquiera de 1847, lleva doce años
en ese pueblo con mar, al norte del Perú. Su edad, entonces: cincuenta.
La
obra fue estrenada en el 2005 y ha girado durante veinte años por muchos
escenarios del mundo. El jueves 14 de agosto de 2025, en la Sala Juana Sujo de
la Casa del Artista en Caracas, se ha presentado este monólogo con la actuación
de Dilia Waikkarán, consagrada actriz venezolana que celebra 60 años de vida
artística y protagonista histórica en el rol de la Manuelita de Vinicio Romero.
Dirigida por Henry Manganiello, Manuela Sáenz: vine a decirlo todo nos
trae una mujer distinta.
A lo largo de la
función, cuya duración es de una hora y diez minutos, estuve preguntándome qué
debía esperar de la puesta en escena: ¿una Manuelita convincente, creíble?,
¿una actriz esforzada en encarnar un personaje que ya no le calza? Mi tendencia
siempre es a defender el arte y al artista. En bien de la obra y de una
Manuelita a la que imagino entrando en el climaterio, aún ágil, desenfadada, e intensa,
por más que los cincuenta de hace dos siglos pudieran parecerse a los setenta
de ahora, quien represente ese rol no debería rondar los noventa años. No dudo
que con 68 Dilia Waikkarán haya sido la Manuelita de 1847. Sin embargo, este
desfase hoy no se justifica, ni hay cómo esconderlo. Y sí, para mí va a en
detrimento de la obra y de la actriz.
El público no
tiene que ser comprensivo o indulgente. Una historia sobre las tablas de un
teatro es una realidad para ser vivida por todos. Los elementos de los que el
equipo de realización se sirve para involucrar a los espectadores deben estar
meticulosamente calibrados y eso incluye, por supuesto y con énfasis, el
trabajo actoral. De otro modo, no funciona. Aquí la escenografía (a excepción
de un jarrón con flores que molestaba y era innecesario), el sonido, la
iluminación, el vestuario y el maquillaje estuvieron bien. Yo hasta me inventé
la fantasía de estar contemplando una Manuelita que no murió de difteria en
1856, sino una que siguiera en Paita en 1885. Claro, mi imaginación también
tiene sus exigencias y me decía: no, una Manuelita con la edad de Dilia vendría
con las reflexiones propias de un ímpetu asentado.
En fin, que eché en falta al personaje y a la actriz en sus respectivas edades. En bien de una artista con una carrera consolidada y todo el potencial para dominar el papel de una mujer mayor, valdría la pena escribir para ella, abrirle nuevas dramaturgias, cuidar de no someterla a roles que no le son orgánicos, que la obligan a atropellar unos parlamentos y retardar otros. Incluso, Dilia se merece un relato en el que venga y nos cuente qué fue de la Manuela que envejeció con ella.
La función se
repite, también a las tres de la tarde, el viernes 15 de agosto. Mas allá de estas
quisquillas mías, en Manuela Sáenz: vine a decirlo todo hay un texto
dramático para apreciar, una producción decorosa que cuidó hasta de la música con
que se ambienta la sala antes de iniciar, un rigor en el balance de la historia
y la ternura, y una mujer, Dilia, que se muestra atrevida y capaz, sin ser otra
que ella misma.
Caracas,
14 de agosto de 2025
Celebro ese comentario honesto que toma en cuenta los aspectos esenciales del trabajo teatral. Siempre será orientador.
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