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11.11.25

Sobre el XX Festival de Teatro y Circo de Bogotá, por Carlos Rojas

Un punto de vista

Algunas reflexiones rezagadas

Sobre el XX Festival de Teatro y Circo de Bogotá

por Carlos Rojas*

criticarojas@gmail.com

Especial para Miradas al Escenario

 

El XX Festival de Teatro y Circo de Bogotá. Foto cortesía Idartes


Para María Claudia Parias Durán

Hace unos meses, la ciudad se saturó de escenarios, obras y artistas que desfilaron bajo el eslogan pomposo de la "Democratización del Arte". Treinta y ocho obras, treinta y nueve espacios y cientos de participantes convirtieron a Bogotá en una tarima política e institucional.

El XX Festival de Teatro y Circo, organizado por el Instituto Distrital de las Artes (Idartes), se presentó como una gran fiesta popular, un homenaje a veinte años de "acceso cultural".

Detrás de esa pantalla oficial se asomó algo más inquietante: una política cultural convertida en evento, un teatro reducido a espectáculo y una memoria escénica que sobrevive no por apoyo institucional, sino por pura obstinación creadora.

Veinte años no son poca cosa. Desde su creación, el festival ha logrado llevar teatro y circo a comunidades, plazas, bibliotecas, parques y barrios periféricos. Ha abierto puertas a nuevos públicos y ofrecido visibilidad a artistas que, de otro modo, quedarían fuera de la cartelera oficial bogotana. Esa vocación territorial tiene su mérito, negarlo sería injusto.

El problema no es el festival, sino la lógica que lo sostiene: una maquinaria de inmediatez disfrazada de inclusión, donde los grupos se eligen por amiguismo, los recursos se evaporan sin dejar huella y la memoria cultural se reemplaza por el viejo discurso burocrático de la "democratización".

La mujer que perdió la cabeza Dir: Felipe Vergara / Foto cortesía: Andrea Meneses Guerrero

 Vale recordar: la palabra festival proviene del latín festus -fiesta o ceremonia-. En su sentido pleno, debería ser un encuentro de comunidad en torno a una práctica viva, un espacio de pensamiento y construcción colectiva. Pero, el teatro bogotano independiente, ese que sostiene la escena los 365 días del año, vive otra realidad: la de la resistencia cotidiana sin reflectores.

Cuando se apagan los aplausos, las salas autónomas vuelven a enfrentar alquileres imposibles, escasos recursos técnicos y una burocracia que asfixia cualquier intento de autonomía. La festividad, lejos de aliviar esa precariedad, la disfraza. Mientras se encienden las luces para celebrar el acceso gratuito, los procesos de creación, investigación y pedagogía siguen sin recibir el respaldo que merecen.

Este año Idartes destinó una inversión considerable: escenarios impecables, campañas mediáticas, material gráfico, cifras de circulación. Todo perfecto para la farsa institucional. Pero, detrás de las cifras, las preguntas persisten:

-¿Cuánto de esa inversión se traduce en fortalecimiento real del sector teatral? ¿Cuánto de todo eso se convierte en procesos sostenidos, en redes que perduren, en políticas que no se disuelvan con el siguiente presupuesto?

El encuentro teatral se ha convertido en un símbolo del éxito cuantitativo: más funciones, más localidades, más espectadores. Sin embargo, confundir cantidad con impacto es un error estructural. La cultura teatral no puede reducirse a la suma de actividades. Si la política cultural se limita a la gestión de eventos, lo que se fortalece no es el arte, sino el aparato administrativo que lo representa.

Obra Negro Dir: Johan Velandía / Foto cortesía: La Congregación Teatro

 En los discursos oficiales se celebra el supuesto "acceso democrático". Pero, ese acceso, muchas veces, es efímero: un consumo cultural sin continuidad ni pensamiento. Se confunde el derecho a asistir con el derecho a crear, y la democratización con la gratuidad asistencialista.

En un país donde la educación artística sigue marginada del sistema educativo, repartir funciones gratuitas es apenas un paliativo simbólico, no una política cultural integral. ¿Me siguen o no?

El impacto del teatro no se mide por las butacas ocupadas, sino por su capacidad de transformar la mirada del ciudadano. Y ese impacto no surge del evento, sino del proceso: de la residencia, el taller, la escritura, el acompañamiento a las comunidades que encuentran en el arte una forma de pensamiento crítico.

Si una mínima parte del presupuesto del festival se destinara a procesos de creación y formación, el efecto sería más profundo, de mayor impacto social y más duradero que cualquier gala inaugural. Pero claro, eso no da titulares.

El teatro, en su esencia, no es complacencia: es resistencia, incomodidad, pensamiento. Convertirlo en postal institucional o panfleto publicitario es traicionar su naturaleza. Por eso, el problema no es celebrar, sino cómo y para qué se celebra. El XX Festival de Teatro y Circo de Bogotá mostró una vez más la distancia entre el discurso de inclusión y la realidad del sector teatral.

Obra Un pez rojo Dir: Elizabeth López / Foto cortesía: Teatro R101

 No se trata de tener más o menos festivales en la ciudad, sino de que los existentes sirvan para construir tejido social, no para maquillar informes. El teatro no puede seguir siendo la vitrina de un Estado que confunde cultura con autopromoción. Porque cuando la cultura se vuelve espectáculo y enmudece ante la crisis, deja de ser arte y se convierte en la tramoya perfecta del poder. Y así seguimos: jodidos, pero con menos pan y poco circo.

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