¿PARA
QUÉ UN FESTIVAL NACIONAL DE TEATRO? (I)
Por Oscar Acosta
“Lo que se olvida, se pierde”.
Frase atribuida a Goethe
Hay motivo para el beneplácito: ¡luego de 32 años se anuncia un próximo Festival Nacional de Teatro! ¡Buena esa! La ocasión es propicia para hacer memoria del festival más representativo y añejo del teatro venezolano. También, por supuesto, en su antes, durante y después, puede ser la mesa y el condimento de un debate o intercambio sobre cómo, con quiénes y para dónde va la escena nacional.
Hagamos memoria. El I Festival se efectuó del 25 de septiembre al 15 de noviembre 1959 organizado por el Ateneo de Caracas y la Asociación ProVenezuela. Como antecedente conectado y tres semanas antes de su inicio, se había constituido de manera formal la Federación Venezolana de Teatro (FVT), presidida por Horacio Peterson, con Humberto Orsini y Luis Peraza como vicepresidentes, primera organización que buscó agremiar, de la manera más amplia posible, a la gente de teatro en Venezuela, indistintamente de las preferencias políticas o los caminos estéticos. Nominado ordinalmente (II, III, IV, etc.), el Festival tuvo seis ediciones más, a saber: 1961 y noviembre 1966–marzo 1967, organizados por la FVT y, en el segundo caso, la Comisión del
Cuatricentenario
de Caracas, bajo la dirección de Humberto Orsini; 1978, 1980 y 1983, organizados
por la Asociación Venezolana de Profesionales del Teatro (Aveprote), en el
tercer caso con el patrocinio estatal de la Comisión para el Bicentenario del
Natalicio del Libertador Simón Bolívar y; el VII último en 1993, coordinado a
instancias del extinto Consejo Nacional de la Cultura (CONAC), por la Dirección
Sectorial de Teatro a cargo de Herman Lejter.
Cada uno de estos certámenes reflejó un momento político y teatral de circunstancias específicas, lo que explica, por ejemplo, porque sus ediciones se iniciaron en 1959, año siguiente a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y primero de la presidencia de Rómulo Betancourt; como también, otro ejemplo, su interrupción por más de una década, desde 1967 al disolverse la FVT, para continuar en 1978 a la par del nacimiento de Aveprote.
El Festival que arrancó en los albores de la etapa bipartidista con la irrisoria inversión de 15.000 bs. (4500 dls. para la época), según comentaba con sorna Orsini, fue ganando inversión estatal gracias a la pujanza, el trabajo sostenido y los argumentos del colectivo escénico, hasta llegar a la última edición de 1993. Y digo GANANDO porque en estos festivales las finanzas oficiales empleadas no fueron una concesión graciosa de los gobiernos, sino respuesta a la organización y presión ejercida por el sector, en el que debemos incluir a algunos pocos teatristas que, como en el caso de Lejter, ocuparon excepcionalmente un cargo decisorio en la administración cultural estatal.
Según el recuento, el próximo será el VIII u octavo a realizarse. No entendemos por qué, en su reciente anuncio, la información divulgada omite el número ordinal de la secuencia. La omisión no parece ser un error o descuido de los voceros organizadores en la rueda de prensa a propósito, puesto que lo mismo se nota en la convocatoria que circula en las redes para enviar los proyectos con el fin de participar en el evento. ¿Acaso se intenta enunciar una ruptura con los certámenes anteriores? ¿es una diferenciación con lo hecho antes? Quizá. No sé. Si es así, la nueva cuenta es un desaire al empeño y la constancia de nuestros maestros, gestores primigenios o anteriores del Festival, algunos de ellos por cierto, acérrimos críticos y de un manifiesto accionar –estético o partidista- en contra de la democracia puntofijista. El borrón no se justifica.
Atención con el adagio: El diablo está en los detalles. Más que la objeción a un ocurrente burócrata o una fruslería sobre el nombre en cuestión, el punto crítico señalado se relaciona con la memoria histórica y la brega que dieron ejemplares artistas por dignificar el ejercicio dramático. No está bien desmocharle el nombre a una ansiada criatura que es de todos, sin más ni más, por lo que parece “yo pongo los reales y decido”.
Por favor, ruego no confundir el señalamiento sobre la mutilación del nombre con cierta nostalgia lamentosa con que se evocan situaciones superadas. Lejos de expresar la añoranza (¿opositora?) por lo que políticamente ya fue y no será más, proseguir la denominación ordinal es reivindicar lo que sigue siendo la aspiración y el empeño de cuatro generaciones de oficiantes del teatro: darle mejor categoría y mayor difusión a la escena nacional.
Claro que las transformaciones políticas y las nuevas situaciones sociales implican resemantizar o renombrar mucho de lo que ya existe, se proyecta o hace, en tanto que los espacios de uso público, instituciones, eventos, procesos y acciones cobran otros significados, utilidades e intenciones. Allí están los casos en Caracas de los parques del Este y el Oeste, renombrados como Generalísimo Francisco de Miranda y Alí Primera, respectivamente, modificaciones más que justificadas a la luz de los cambios políticos, así como de recientes interpretaciones de nuestra historia y sus personajes señeros. Pero, aunque este sea el tiempo de la Quinta República, la misma fórmula no es aplicable al Festival. ¿O sí lo es? Quien así lo crea debería explicarnos.
Recuerdo a doña Elvira Ancízar en la penúltima escena de El día que me quieras de J.I. Cabrujas, cuando decide exhibir como “adorno”, en la sala de la casa, las botellas vacías del vino que compartió esa noche con -¡Oh milagro!- Carlos Gardel y Alfredo Lepera; “para que la gente pregunte y uno conteste”, dice, en uno de los momentos más conmovedores de la dramaturgia nacional, ya en el desenlace de la pieza. Como Elvira con sus botellas, creo que el nombre del VIII Festival Nacional de Teatro debe conservarse, para que siempre haya quien al ver el numerito romano antepuesto pregunte y pueda enterarse de con quienes debemos estar agradecidos y cuáles fueron los milagros necesarios para haber llegado al llegadero escénico de actualidad. Como dice Shakespeare, por boca del avieso Antonio, “El pasado es prólogo” (La tempestad, Acto 2, escena 1).
A lomos de la onda reflexiva, cabe preguntarse, ¿cuál es el objeto de los festivales?; como se plantea con frecuencia cada vez que se hace la pregunta, ¿son un muestrario de la realidad teatral del país?
(Sigue en el próximo…)
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